Los “días de los muertos” en México se celebraba tradicionalmente a lo largo de dos ciclos de 20 días cada uno, que se correlacionan con los meses de agosto y septiembre, y se llaman Tlaxochimaco (“Ofrenda de Flores”) y Xocotl Huetzi (“La Caída de los Frutos Maduros”) por parte de los pueblos autóctonos de México actual y la región circundante.

Durante la época colonial, el sistema calendárico ancestral que mide el movimiento del Universo fue desplazado por la sociedad invasora. Por lo tanto, un período de 40 días dedicada a ofrecer flores en agradecimiento por los frutos de la tierra, la memoria de los antepasados y seres queridos, y la dualidad de la vida y la muerte fue sustituido por la tradición de la Iglesia romana católica y de otras iglesias cristianas de consagrar las muertes de mártires, que después fue fijada por Gregorio III y IV como Todos los Santos en las fechas 1 y 2 de noviembre, y que anteriormente incluía el 31 de octubre.

En México, Todos los Santos se ha convertido en la semana de “días de los muertos,” y sigue reflejando sus orígenes ancestrales con la creación de ofrendas familiares y comunitarias que resaltan con las cempoalxuchitl (caléndulas) aromáticas, calaveras hechas de azúcar—reminiscencia de la cuenta antigua de contar el tiempo “viejo,” o pasado, con los cráneos de difuntos notables de la comunidad—y con procesiones a los cementerios donde descansan los restos de seres queridos.

El celebrar los “días de los muertos” permite que el tiempo y el espacio entrelazan el pasado con el presente y el futuro; con el material y el espíritu; con la Madre Tierra y el Universo; entre sí y en cualquier aspecto de cualquier dimensión; y mucho más.

Día de los Muertos NO ES Halloween.